lunes, 17 de junio de 2013

PERSEO

Acrisio, rey de la Argólida, se puso muy contento cuando su mujer dio a luz una niña llamada Dánae y fue a un oráculo para conocer su futuro. El oráculo le predijo que moriría a manos de su nieto y, para evitarlo, Acrisio decidió que su hija no se casaría. Cuando creció, la encerró en una torre de bronce, vigilada por guardias. pero una noche Zeus, en forma de lluvia de oro, fue en secreto a hacerle una visita. Lo único que notaron los guardias fue un insólito rayo de luna sobre la torre, y el viento que soplaba más fuerte entre los árboles. Fue así como Dánae tuvo un hijo llamado Perseo. Acrisio estaba furioso, acordándose del oráculo.
Acrisio, estaba conmovido pero no tenía elección y ordenó a sus criados que la princesa y el niño fueron llevados al mar, encerrados en un arca de madera y  dejados a la deriva. Sin agua y alimento no podrían sobrevivir. Pero el arca fue llevada por las olas a la isla de Serifos, donde Dictis, hermano del rey de la isla, Polidectes, los acogió.  Sólo una cosa lo hacía infeliz: el rey Polidectes quería casarse con su madre. Dánae no lo deseaba, y el joven se puso de su parte. Polidectes pensó en librarse de Perseo.
Si murmuran eso, dime qué tengo que hacer - dijo Perseo sabiendo que aquello no era verdad-.
Si matases a Medusa y trajeras su cabeza, demostrarías que nada te asusta, contestó Polidectes.
Al oír esto, Perseo comprendió el peligro. La Medusa era un monstruo que habitaba en el extremo norte con garras y colmillos de león y con la cabeza llena de serpientes venenosas. Quien la miraba al rostro quedaba petrificado.
Iré y te traeré la cabeza del monstruo, dijo Perseo.
Zeus los estaba observando desde lo alto y, orgulloso de su hijo, dijo a los otros dioses que lo ayudasen. Hades le regaló un yelmo que lo hacía invisible y Hermes unas sandalias aladas para caminar veloz. El mejor regalo fue el de Atenea: le dio un escudo tan bruñido que parecía un espejo y le dijo:
Al llegar, mira a la Medusa reflejada en el escudo, porque si la miras directamente te convertirás en piedra-
La Medusa vivía en el extremo norte, donde el sol salía y se ponía una vez al año. Perseo se puso las sandalias aladas de Hermes y, al llegar, se armó de una hoz afilada y se acercó a la guarida de la Medusa. Tomó el escudo, regalo de Atenea, y empezó a andar hacia atrás: las imágenes que se reflejaban en el escudo le servían de guía. Avanzó con cautela pero tropezó en una piedra y la Medusa se despertó. En la superficie del escudo vio Perseo al monstruo en todo su peligro: la boca desmesuradamente abierta, los ojos llameantes. Se detuvo, y también la Medusa pareció detenerse unos instantes, maravillada de que el hombre que estaba ante ella no se hubiera transformado en piedra. Luego comenzó a moverse, mientras las serpientes de su cabeza despedían horrendos silbidos. Perseo esperó hasta que notó el calor de la respiración del monstruo en su hombro. El escudo reflejaba la boca y sus enormes dientes. Fija siempre en el escudo la mirada, asestó un tajo con todas sus fuerzas. Perseo se quedó inmóvil pues la Medusa conservaba el poder de petrificar incluso después de muerta.
El horrible monstruo yacía con la cabeza separada del cuerpo y de la Medusa había nacido el caballo alado Pegaso y un monstruo, Crisaor, hijos ambos de un amor anterior de la Medusa con Posidón.
Guardó la cabeza de la Medusa dispuesto para el viaje de regreso. Para atravesar el mar se puso otra vez las sandalias aladas de Hermes y se mantuvo próximo a la costa para no equivocar el camino.
Después de muchos kilómetros, en una roca vio una muchacha, encadenada a la roca por las muñecas y los tobillos.  Perseo la cubrió con su capa, y mientras intentaba librarla, ella le contó su historia. Era Andrómeda, hija de Cefeo, rey de Etiopía. Su madre se había atrevido a jactarse de su belleza y de la de sus hijas, asegurando que era superior a la de las Nereidas, que vivían en las profundidades del mar. Roídas por la envidia, se quejaron a Posidón, que desencadenó una horrible tempestad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario